Si desaparecieron en la noche del odio, buscadlos y encontrareis el día.
Solón
Sin memoria no hay verdad. Sin verdad no hay justicia. Solo quien no olvida puede encontrar la justicia. Quien olvida para evitar la intranquilidad de los recuerdos renuncia a la realidad. La verdad es un derecho. Saber lo que pasó. Poder recordarlos. Que otros lo recuerden. Que la sociedad se acuerde. La verdad está allí. Perdida muchas veces en los pliegues de la historia. Escondida por quienes temen a la luz del día. Pero la verdad siempre está. No puede desaparecer. El paso del tiempo debilita la memoria. La confunde. La trastoca. Pero la verdad siempre sigue. Fue y no volverá a ser. Porque la verdad es la realidad. Todo lo demás es mentira. Un espejismo para manipular la conciencia de los seres humanos.
Si se conserva la memoria la verdad emerge. No sabemos cuándo. No sabemos cómo. Pero no hay duda que un día aparecerá. Por eso no debemos dejar de buscarlos. ¡Nunca! No tanto por sus restos óseos, sino por lo que fueron y siguen siendo. Porque los desaparecidos viven entre nosotros. Son seres que no se han ido. Son seres que han desgarrado sus vidas. Que caminan junto a nosotros. Que se alimentan de nuestra memoria. Y que vuelven a revivir una y otra vez en nuestras acciones.
Los desaparecidos son seres invencibles cuando no se los olvida. No hay fuerza capaz de hacerlos desaparecer porque ellos son… desaparecidos!
No es fácil vivir recordando. Una y otra vez. Reviviendo cada momento. Dar vuelta la pagina es mas cómodo. Resignarse y olvidar. Pero cuando uno los encuentra, cuando uno los recuerda, no hay fuerza capaz de detenernos. La impunidad huye despavorida. La injusticia tiembla. Y la humanidad se humaniza.
Los desaparecidos sobreviven a sus asesinos cuando habitan en nuestra memoria. Su vida se extiende mas allá del límite natural. La única muerte que pueden sufrir es el olvido. Los desaparecidos alimentan nuestro espíritu. Nos dan fuerzas para hacer lo que nunca nos imaginamos hacer. Ellos, que se jugaron el todo por el todo, nos recuerdan que lo más importante en la vida es saber porque morir. No se trata de arrastrar la vida, sino de vivirla intensamente por los demás. No por cualquier ideal. Sino por el ideal del otro. Esa fue la elección de sus vidas.
Recordar a los desaparecidos no es sólo un acto de justicia, es un acto de emancipación de uno mismo. Es más lo que ellos pueden hacer por nosotros, que lo que podemos hacer por ellos. Los desaparecidos tienen la integridad que le falta a la humanidad. Esa entereza de mantenerse fiel a sus ideales y principios. A pesar de la adversidad. A pesar del dolor. A pesar de la muerte.
Los desaparecidos son todo menos pragmáticos. No viven en función del cálculo ni el beneficio. Se jugaron por la utopía de una humanidad diferente. Con sus errores. Con sus equivocaciones. Seguros de que nosotros no los defraudaríamos. De que continuaríamos su lucha. De que su muerte no sería en vano. De que su memoria encendería praderas y movería montañas.
Los desaparecidos no quieren que los lloren. Los desaparecidos quieren que sigamos sus pasos y encontremos el día.
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Probablemente nunca se encuentren los restos óseos del “Jó”. Quizás nunca se conozca toda la verdad de lo que hicieron con él. Lo más seguro es que ninguno de los culpables cumpla la condena que se merece. Y sin embargo todos estos años… y los que vendrán: ¡Bien valen la pena!.
La búsqueda incansable de la verdad y la justicia nos ha permitido encontrar los verdaderos restos del “Jó”. No el polvo en el que todos nos convertimos, sino la semilla que dejamos.
Los restos del “Jó” hoy deambulan por todas partes. Se encuentran en los lugares menos imaginables. Escondidos en la letra “J” de varias convenciones y disposiciones sobre desaparición forzada de personas. Sonrientes en uno de los artículos del Código Penal de Bolivia. Interpeladores en los pasillos de las facultades de derecho y los tribunales donde se estudia el caso del “Jó”. Solidarios en los nuevos casos de desaparición forzada de personas.
Es cierto… la impunidad y el olvido no se han superado. Pero ¿donde estaríamos si mujeres como la mamá hubieran abandonado su lucha? ¿Qué sería si todos nos resignamos frente a la adversidad? ¿Si escogemos el fácil camino de pensar sólo en nosotros mismos?
A lo largo de cuatro décadas he escuchado a muchas personas amigas, -y a otras no tan amigas- aconsejar a la mamá: “¡deja descansar a José Carlos!”, “¡resignación!”, “¡vive tu vida…!” Y siempre la he visto levantarse al día siguiente decidida a emprender una nueva jornada… Pase lo que pase no hay vida sin el “Jó”.
Gracias a la mamá, el “Jó” habita en lugares mágicos. Conversa en los atardeceres soleados de la plazita que lleva su nombre. Camina inquieto por la sede de ASOFAMD. Juega en los recreos con los niños de una Escuelita en el Barrio 23 de diciembre de Santa Cruz. Se esconde en la urdimbre perdida de un tapiz y un retablo que cuentan su historia. Habita en el video “El Valle de las Piedras”. Nos guiña el ojo desde uno de los amates de Solón. Conversa con el Quijote y la Piedra en los recovecos de la Fundación Solón. Provoca a los perros. Les hace zancadillas a los ángeles. Vuela con las palomas. Y juntos planificamos nuestra próxima travesura.
Gracias a la mamá el “Jó” se encuentra entre aquellos que no desaparecerán. Aquellos que quedan grabados en la piedra. En la memoria larga y colectiva de una humanidad que no se resigna a perder su esencia. Mas allá de lo material, de lo perecedero, son restos que no se pueden esconder, ocultar, desbarrancar o lanzar de un avión. Son los restos de un guerrillero y del amor de su madre.
El “Jó” es parte de un mural que el papá no pudo terminar porque le fue a dar encuentro. Ese mural que aún permanece cerrado al público cuenta su vida. Desde que éramos una familia de una mamá y tres hermanos, hasta las flores rojas que fueron su último mensaje. El mural se encuentra inconcluso como su vida. Porque la vida del “Jo” no ha terminado. Aún falta lo más importante: ¡realizar sus sueños!