En noviembre de 1969 José Carlos Trujillo Oroza escribió el siguiente artículo en el segundo número de la REVISTA de la Federación Universitaria Local de la Universidad Mayor de San Andrés de la ciudad de La Paz. El Jó tenía en ese entonces 20 años y era estudiante de la Faculta de Filosofía y Letras. En el Nº2 de la REVISTA encontramos artículos de René Poppe, Jorge Lazarte Rojas, Roberto Moreira M., Jesús Taborga e ilustraciones de Clovis Díaz y Pedro Shimose.
Quienes vienen siguiendo a los literatos latinoamericanos de nuestro tiempo, mejor dicho a nuestros escritores contemporáneos, no podrán dejar de sorprenderse ante la magnífica talla artística de Julio Cortázar que cada vez se agiganta con ribetes más extraordinarios; quien pertenece a esa generación del éxodo latinoamericano, una especie de generación exudada de nuestro continente, de su continente, de su patria, de su Buenos Aires, donde «detrás de tanta cólera el amor está allí desnudo y hondo como el río que me llevó tan lejos». Castigado por la imposibilidad de trabajar o vivir en el sótano metafísico de la América española, dentro de esas asfixiantes opciones del canibalismo chovinista.
Es en el marco de esta condición que Cortázar nos deja entrever a través del caleidoscopio de su conciencia creadora, alucinante y atormentada, con mucha más profundidad de lo que imaginamos la vida del artista en el magnífico cuento «El Perseguidor» (Las Armas Secretas). Vida espiritual subconsciente y tan intensa, que puede muy bien ser la suya misma. Hay en él tanta cultura, tanta inteligencia, tanta ironía y sobre todo tanto humor difícilmente igualables, de cuyas canteras imaginaciones tan bien dotadas como la de Atonioni o la de Carlos Fuentes, extraen materia prima.
¿Qué decir de «Rayuela»? exceso de alucinación, riesgo de la propia personalidad donde la «parada» es el propio yo del artista. «Difícil, un fracaso y un vacío tan desprovistos de significado, que no pueden interesar a un lector de novelas»; precisamente la dificultad que anima a «Rayuela» está en nosotros mismos, al negar nuestra complicidad con su trama conducta totalmente imprescindible para aprehender su esencia misma, para encontrarlo a él, para encontrarnos nosotros mismos. Es aquí donde radica el nudo de la dificultad del lector; un lector, un público, un continente: Latinoamérica, que no quiere ver el peligro absoluto de un hombre libre, de un suicida que está arriesgándolo todo en el «juego», sus raíces, su lengua, su propia identidad, un hombre, un escritor que dice «Somos como yo quiero verlos», no como ustedes quieren ser vistos. Es que hay mucha realidad en ese mundo completamente inventado, ficcionalizado y es precisamente la realidad ficticia de Latinoamérica; una realidad que no queremos comprender que pretendemos desconocer y es por esto precisamente que «Rayuela» se nos hace necesariamente incomprensible por incomprendida, vacía y desprovista de significado. La denuncia de esa negación, de esa dualidad que es el propio continente latinoamericano está constantemente presente en «Rayuela» que no puede ser entendida sino al nivel de lo fantástico. Así el decantado estilo fragmentario que tanto parece sorprendernos, es todo menos gratuito, en sus relatos la fantasía está insertada en la realidad o desgajada de ella y lo insólito, lo inesperado de ese desajuste entre lo racional y lo irracional es lo que le da eficacia como materia literaria; «entonces -nos dice él- ¿qué importa reducir al lector si lo que subliminalmente lo seduce no es la unidad del proceso, sino la disrupción en plena apariencia unívoca?» El hombre latinoamericano no vive concretamente su tiempo, sino más bien una enajenación del pasado o del futuro, y precisamente la técnica fragmentaria le permite expresar la irrevocable intención dirigida a la ubicación en el tiempo. Oliveira, el Buster Kiaton de la pampa, la Maga, la hechicera, nos permiten vernos diferentes. El propio escritor, es otro Escritor en sí y todos estamos alistados en un escenario de batalla que representa nuestra propia derrota; pero que no consigue agostar la sonrisa de satisfacción del triunfo secreto que vivimos.
Finalmente, en una palabra, y como nos lo diría él mismo «Rayuela es de alguna manera la filosofía de mis cuentos».
El «Ente» moderno emerge de la estupenda ficción de sus cuentos donde se muestra ambiguo, conflictivo e imposible; sin embargo, tan posible y tan real en esa ficción que leerlos nos llena de asombro, placer y complacencia y ese grito, a despecho del asombro nos deja asurados ante lo explícitamente explicable de esa irracionalidad. Cuentos como los de: «Las Armas Secretas», «Todos los Fuegos el Fuego», «Bestiario», «El Final del Juego», aprehensibles por su propio significado.
En «La Vuelta al Día en Ochenta Mundos», está la otra cara de la luna que uno sigue con el dibujo cinético y rotatorio —en un día o en un instante— de los mundos autóctonos de la mente humana; es un árbol, una colmena de abejas, un Corazón de María, unos barriles de vino, una muela con raíces, una carreta fúnebre. Ochenta o más mundos que hemos vivido o que imaginamos y soñamos vivir, infinitos mundos como el «De la Seriedad de Los Velorios», «Me caigo y Me Levanto», «Del sentimiento de Lo Fantástico», «Dos Historias Zoológicas y otra Casi» o finalmente el mundo en que «Aumenta la Criminalidad Infantil en Los Estados Unidos».
«…no te vendo palabras, mátalos de verdad para que vivan, quiero decir: arráncalos de cuajo, haz pedazos la rueda de las ruedas, destruye a escupitajos una historia que masturba sus monos al ritmo de las máquinas de Time, que entroniza princesas de ruleta católica, que engendra putas para despreciarlas desde el lecho legítimo con un desprecio que no irá jamás a un almirante o a un obispo Oh niños asesinos, oh salvajes antorchas fulminando a las tías comedoras de estampas y pantallas floreadas, a los abuelos con medallas de honor en la entrepierna, a los papás que pontifican experiencia, a las mamás que cosen los botones con aire de martirio. Una lata de nafta, un fósforo y se acaba: la hoguera es una rosa, la noche de San Juan empieza, hosanna!, …»
Julio Cortázar, está escribiendo la mejor ficción que a la par de Alejo Carpentier, haya dado la lengua española; y todo lo que se pueda decir de su obra será insuficiente o simplemente estará demás.
Por José Carlos Trujillo Oroza
En noviembre de 1969 José Carlos Trujillo Oroza escribió el siguiente artículo en el segundo número de la REVISTA de la Federación Universitaria Local de la Universidad Mayor de San Andrés de la ciudad de La Paz. El Jó tenía en ese entonces 20 años y era estudiante de la Faculta de Filosofía y Letras. En el Nº2 de la REVISTA encontramos artículos de René Poppe, Jorge Lazarte Rojas, Roberto Moreira M., Jesús Taborga e ilustraciones de Clovis Díaz y Pedro Shimose.
Quienes vienen siguiendo a los literatos latinoamericanos de nuestro tiempo, mejor dicho a nuestros escritores contemporáneos, no podrán dejar de sorprenderse ante la magnífica talla artística de Julio Cortázar que cada vez se agiganta con ribetes más extraordinarios; quien pertenece a esa generación del éxodo latinoamericano, una especie de generación exudada de nuestro continente, de su continente, de su patria, de su Buenos Aires, donde «detrás de tanta cólera el amor está allí desnudo y hondo como el río que me llevó tan lejos». Castigado por la imposibilidad de trabajar o vivir en el sótano metafísico de la América española, dentro de esas asfixiantes opciones del canibalismo chovinista.
Es en el marco de esta condición que Cortázar nos deja entrever a través del caleidoscopio de su conciencia creadora, alucinante y atormentada, con mucha más profundidad de lo que imaginamos la vida del artista en el magnífico cuento «El Perseguidor» (Las Armas Secretas). Vida espiritual subconsciente y tan intensa, que puede muy bien ser la suya misma. Hay en él tanta cultura, tanta inteligencia, tanta ironía y sobre todo tanto humor difícilmente igualables, de cuyas canteras imaginaciones tan bien dotadas como la de Atonioni o la de Carlos Fuentes, extraen materia prima.
¿Qué decir de «Rayuela»? exceso de alucinación, riesgo de la propia personalidad donde la «parada» es el propio yo del artista. «Difícil, un fracaso y un vacío tan desprovistos de significado, que no pueden interesar a un lector de novelas»; precisamente la dificultad que anima a «Rayuela» está en nosotros mismos, al negar nuestra complicidad con su trama conducta totalmente imprescindible para aprehender su esencia misma, para encontrarlo a él, para encontrarnos nosotros mismos. Es aquí donde radica el nudo de la dificultad del lector; un lector, un público, un continente: Latinoamérica, que no quiere ver el peligro absoluto de un hombre libre, de un suicida que está arriesgándolo todo en el «juego», sus raíces, su lengua, su propia identidad, un hombre, un escritor que dice «Somos como yo quiero verlos», no como ustedes quieren ser vistos. Es que hay mucha realidad en ese mundo completamente inventado, ficcionalizado y es precisamente la realidad ficticia de Latinoamérica; una realidad que no queremos comprender que pretendemos desconocer y es por esto precisamente que «Rayuela» se nos hace necesariamente incomprensible por incomprendida, vacía y desprovista de significado. La denuncia de esa negación, de esa dualidad que es el propio continente latinoamericano está constantemente presente en «Rayuela» que no puede ser entendida sino al nivel de lo fantástico. Así el decantado estilo fragmentario que tanto parece sorprendernos, es todo menos gratuito, en sus relatos la fantasía está insertada en la realidad o desgajada de ella y lo insólito, lo inesperado de ese desajuste entre lo racional y lo irracional es lo que le da eficacia como materia literaria; «entonces -nos dice él- ¿qué importa reducir al lector si lo que subliminalmente lo seduce no es la unidad del proceso, sino la disrupción en plena apariencia unívoca?» El hombre latinoamericano no vive concretamente su tiempo, sino más bien una enajenación del pasado o del futuro, y precisamente la técnica fragmentaria le permite expresar la irrevocable intención dirigida a la ubicación en el tiempo. Oliveira, el Buster Kiaton de la pampa, la Maga, la hechicera, nos permiten vernos diferentes. El propio escritor, es otro Escritor en sí y todos estamos alistados en un escenario de batalla que representa nuestra propia derrota; pero que no consigue agostar la sonrisa de satisfacción del triunfo secreto que vivimos.
Finalmente, en una palabra, y como nos lo diría él mismo «Rayuela es de alguna manera la filosofía de mis cuentos».
El «Ente» moderno emerge de la estupenda ficción de sus cuentos donde se muestra ambiguo, conflictivo e imposible; sin embargo, tan posible y tan real en esa ficción que leerlos nos llena de asombro, placer y complacencia y ese grito, a despecho del asombro nos deja asurados ante lo explícitamente explicable de esa irracionalidad. Cuentos como los de: «Las Armas Secretas», «Todos los Fuegos el Fuego», «Bestiario», «El Final del Juego», aprehensibles por su propio significado.
En «La Vuelta al Día en Ochenta Mundos», está la otra cara de la luna que uno sigue con el dibujo cinético y rotatorio —en un día o en un instante— de los mundos autóctonos de la mente humana; es un árbol, una colmena de abejas, un Corazón de María, unos barriles de vino, una muela con raíces, una carreta fúnebre. Ochenta o más mundos que hemos vivido o que imaginamos y soñamos vivir, infinitos mundos como el «De la Seriedad de Los Velorios», «Me caigo y Me Levanto», «Del sentimiento de Lo Fantástico», «Dos Historias Zoológicas y otra Casi» o finalmente el mundo en que «Aumenta la Criminalidad Infantil en Los Estados Unidos».
«…no te vendo palabras, mátalos de verdad para que vivan,
quiero decir: arráncalos de cuajo,
haz pedazos la rueda de las ruedas, destruye a escupitajos una historia
que masturba sus monos al ritmo de las máquinas de Time,
que entroniza princesas de ruleta católica,
que engendra putas para despreciarlas desde el lecho legítimo
con un desprecio que no irá jamás a un almirante o a un obispo
Oh niños asesinos, oh salvajes antorchas
fulminando a las tías comedoras de estampas y pantallas floreadas,
a los abuelos con medallas de honor en la entrepierna,
a los papás que pontifican experiencia,
a las mamás que cosen los botones con aire de martirio.
Una lata de nafta, un fósforo y se acaba: la hoguera es una rosa,
la noche de San Juan empieza, hosanna!, …»
Julio Cortázar, está escribiendo la mejor ficción que a la par de Alejo Carpentier, haya dado la lengua española; y todo lo que se pueda decir de su obra será insuficiente o simplemente estará demás.
José Carlos Trujillo Oroza, noviembre 1969
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